Tags:

El anciano del Tren - Cuento de Ine Lanfrachi - El Tajo



Redacción Redacción

El tren ya había comenzado su viaje. Santiago y Débora se encontraban a bordo. Habían llegado justo a tiempo para realizar esa combinación que los llevaría hacia la próxima ciudad que tenían planificado conocer en aquellas vacaciones. Fatigados, se desplomaron sobre unas polvorientas butacas buscando, con sus rostros, la calurosa brisa que entraba por la ventanilla abierta. Frente a ellos se acomodaba también un anciano que había subido en la misma estación. Llevaba dibujados en su cara los surcos de los caminos elegidos a lo largo de su vida. Ellos rodeaban sus ojos, su frente y su boca con curvas que permitían imaginarlo sonriente. Depositó sus bolsas en la parte superior de los asientos, cruzó su azul mirada con Santiago y Débora y les dijo: - ¿Serían tan amables de vigilar mi equipaje mientras voy por unos instantes al baño? Ella miró a su esposo y precipitó la respuesta: - Cómo no señor, vaya tranquilo. El anciano se alejó por el camino, enmarcado por los asientos, a los tumbos producto de la imaginable combinación de la edad y el balanceo del tren. Su imagen se hacía cada vez más borrosa por la nube de polvillo que iba atravesando, esa que entraba por todas las ventanillas. Logró ingresar al habitáculo y se escuchó el cerrojo a la puerta. Débora acompañó esos detalles con la mirada. Luego de entregarse a sus pensamientos por unos instantes le comentó a Santiago: - ¿Viste ese rostro?- murmuró -. Qué lindo llegar a viejo con esa cara, esa armonía y amabilidad- luego de una pausa continuó- Me causa mucha ternura ese señor. El tiempo pasaba y el anciano no salía. Santiago comentó: – Deby, hace mucho tiempo que entró, ¿Le pasará algo?-. - Mi amor, no te preocupes. Necesitará tiempo, ¿Acaso vos cuando vas al baño no te tomas todo el tiempo del mundo? – y luego de una pausa agregó- y parte del mío también - Luego sonrió mientras le besaba los labios. Pasadas cuatro estaciones más ya los dos estaban preocupados, así que decidieron avisar a los guardas que, posiblemente, allí dentro se encontraba un señor mayor en apuros. Nadie más que ellos se había dado cuenta de la situación. Los guardas comenzaron a golpear la puerta rítmicamente, los golpes se intercalaban con una espera de respuesta que, una y otra vez, era silencio. Los garrotazos fueron acompañados por patadas y llamados cada vez más insistentes, y ante cada pausa desde adentro se escuchaba incansablemente el mudo silencio. Los pasajeros se preguntaban qué estaría pasando. Débora ahora más que preocupada, se levantó de su asiento y se ubicó detrás de los cuerpos de los guardas para mirar bien lo que aparecería mas allá de lo que, hasta hacía poco, era una puerta de madera ferozmente golpeada por un hacha. Luego del golpe más prometedor y de correr los restos de tronco le fue posible mirar dentro del baño. La joven mujer logró encontrar al anciano y quedó atónita frente a la imagen que se le presentó. Sentado en el inodoro, iluminado por los rayos de sol y tierra que entraban por la ventana, balanceándose con los movimientos del tren, se encontraban los restos de lo que fue, minutos atrás, el semblante del viejo. Su cuerpo, cual masa informe, se estaba desintegrando y fundiendo sus partes entre sí. Ya no había surcos en esa cara, ni cara donde dibujarse, solamente quedaban restos de un par de ojos muy abiertos y una boca oscura y ovalada que, mientras se fundía con lo que en algún momento fueron rodillas, denunciaban una sensación de sorpresa, apertura y resignación ante la muerte. Se había desintegrado, algo lo había hecho su víctima. Los pasajeros corrían alarmados sin saber bien porqué. Unos querían ver lo que pasaba, otros se alejaban circulando en dirección opuesta, quizás por temor. Santiago siempre estuvo un paso atrás de su mujer y sin mirar hacia el interior del baño tomó a Débora de la mano y bruscamente la alejó hacia el centro del vagón. Él trataba de ser útil alejando a la gente de las inmediaciones del baño, pero entre tanta disposición no advirtió que su mujer había perdido la posibilidad de hablar. Débora intentó llamarlo pero el interior de su boca ya no tenía cavidades, no había dientes, ni paladar, ni encías. En ese instante ella se dio cuenta que había mirado al anciano ya informe y desfigurado que había tratado de reconocer en esa desforma el rostro antes contemplado. Supuso con una conciencia que comenzaba a debilitarse que, por haberlo mirado, se había contagiado de aquello que desintegró al señor. A nadie más le estaba pasando algo similar en el vagón. Como ráfagas veía que todos gritaban y se movían y en una y otra dirección mientras ella se sentía invadida de un sutil cosquilleo que recorría todo su cuerpo. Ya no podía moverse pues pies, piernas, muslos, torso y boca comenzaban a ser una misma cavidad. Le resultaba imposible hacer saber a Santiago lo que le estaba pasando, por más que lo intentaba una y otra vez. Era presa de la desintegración. Si solamente él la mirara... - No, mirarme no. Que no me mire porque … - y el terrible pensamiento que descendió abruptamente como un rayo se había cortado dejándole una sensación como si se ahuecaran las palabras y la secuencia desapareció. Luego de entregarse a la idea fragmentada, a la sensación que la inundaba, temió por el futuro de su marido, tarde o temprano la miraría tratando de reconocerla en esa languidez. Era imposible que no lo hiciera. El vagón para ella ya era como un gran salón. En el espacio también los límites y los contornos se le alejaban. Los demás pasajeros se desdibujaban, sus siluetas se hacían transparentes hasta desaparecer. Dejó caer en el centro de ese salón esa masa, que hasta hace poco había sido su cuerpo. Se acomodó como pudo de manera agradable a la vista de Santiago que era el único que hasta el momento podía ver con nitidez, todo lo demás era borroso. Débora recordaba la que había sido cara sorprendida del anciano cuando miró la muerte a los ojos. Esa había sido una advertencia, para ella no había sorpresa, sabía lo que le estaba pasando y lo que le pasaría a su marido cuando la mirara. Su conciencia también comenzaba a perder los límites, los lazos de la red comenzaban a soltarse, se le mezclaban recuerdos, olores, sensaciones, sentimientos. En ese imaginario de palabras sueltas aparecieron las que ella le dijo a Santiago, minutos atrás, mientras el viejo se desplazaba torpemente hacia el interior del baño: - ¿Viste ese rostro? … Qué lindo llegar a viejo con esa cara, esa armonía y amabilidad … Santiago sintió un sordo llamado. Giró su cabeza y la encontró esperándolo. Se acercó lentamente. Le fue imposible no mirarla y contemplar con angustia su belleza, recostada en el suelo, en el centro de lo que para los dos ya era un salón. Estaba apoyada sobre su antebrazo derecho que ya se empezaba a derretir. No sabía como tomarla, sus rasgos comenzaban a indiferenciarse, lo que hacía más sutil y lánguido su rostro blanco enmarcado en rulos dorados. Los labios rosados se escurrían como una acuarela fresca y sus ojos clavados en los de él reflejaban un novedoso y siniestro esplendor celestial. No le hablaban de temor, trataban de advertirle, trataban de despedirse, hablaban de un pronto reencuentro. Con un hilo de intención, con las últimas fuerzas que le quedaban, con la voluntad absoluta de comunicarse por última vez con su esposo logró que un susurro llegara a los oídos de Santiago: - Amor, así de bella, armoniosa, enternecida ante la muerte, quiero que me recuerdes en estos minutos que te restan de conciencia. Deja que nuestros cuerpos se fundan en el centro de este salón, pues no solo me has visto sino que me has mirado... te estaré esperando....-


Comentarios
Escriba su opinión
Comentario (máx. 1.000 caracteres)*
   (*) Obligatorio
Más noticias en Cultura

Te dejamos las voces de los artistas locales y de la provincia que tocaron en una maratónica jornada musical.


Que la cultura tenga espacios de desarrollo independientes...cada vez más, para crecer como individuos que se forjan en comunidad.